Hoy terminé el día con el cuerpo pidiéndome tregua, la cabeza a punto de fundirse y el corazón… bueno, el corazón intentando no salir corriendo. Un día de esos en los que todo pesa más de la cuenta.
Y la verdad, no tenía ganas de ser fuerte ni de poner buena cara.
Tenía ganas de desaparecer un rato.
Pero como eso no es posible (todavía), decidí hacer lo siguiente mejor: mimarme.
Me llevé a mí misma —que bastante aguanto— a comer donde sé que me tratan bien, pedí una copa de vino sin buscar excusas, un postre que no compartí con nadie y un rato largo de no hablar con nadie.
Paz.
Después me fui a la playa. Mi lugar de equilibrio.
Y ahí, con la luna en lo alto como única compañía, me senté en la arena.
Yo, de espaldas al mundo.
Mirando ese mar que nunca pregunta, solo recibe.
La copa de vino seguía a mi lado. Ya vacía. Como yo, pero por poco.
Y pensé: Mira qué ironía. El día se ha ido a la mierda, pero yo sigo aquí. Sentada. Respirando. Entera, aunque con las costuras algo tirantes.
La luna me miraba en silencio.
Como siempre.
Ella no dice nada, pero lo sabe todo. Como yo. Como todos los que no hablamos mucho pero observamos demasiado.
Y entonces, sin hacer nada especial, pasó algo pequeño pero poderoso: me sentí en casa. No en un lugar, sino en mí.
Volví a encontrar ese hilo fino que me reconecta cuando el día me desenreda por completo.
Hoy no fue un buen día.
Pero me lo terminé regalando.
Y eso, para mí, ya es una victoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario