Durante mucho tiempo miré hacia fuera. Traté de sostenerlo todo, de cuidar de todos, de cumplir con lo que se esperaba. Pero llega un punto —sin ruido, sin prisa— en que algo dentro empieza a hablar. Y si una se atreve a escuchar, entiende que seguir igual ya no tiene sentido. Que hace falta soltar, vaciarse un poco, volver a lo simple.
Caminar descalza me recuerda quién soy cuando no intento ser nada. La arena fría, el sonido del agua, la luz suave del atardecer… Todo parece decirme lo mismo: “no corras, no fuerces, confía”. La vida tiene su ritmo, y cuando por fin te dejas llevar, todo se acomoda solo.
He descubierto que cerrar una etapa no es perder, sino hacer espacio para lo que viene. Y a veces, ese vacío que asusta al principio se convierte en libertad. Hay una belleza callada en dejar ir, igual que la hay en cada puesta de sol. Porque no se trata de un final: es solo el comienzo de otra versión de mí, más tranquila, más consciente, más en paz.
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