martes, 12 de agosto de 2025

Mallorca, verano de 1983

 El aire cálido olía a sal y a jazmín, y la luz del atardecer bañaba la terraza de casa en tonos dorados. Tenía 16 años, la edad en la que Tauro empieza a despertar su instinto de independencia, pero aún mira atrás buscando seguridad. Estaba sentada frente a mi abuela, una mujer callada, de manos ásperas y mirada de mercurio, típica de los arquetipos lunares que cargan secretos de generaciones.


Ella me hablaba en voz baja, como si el resto de la familia no debiera escuchar:


—Caterina, recuerda… nunca entres en la habitación del desván después de que el reloj marque las once.


Me rei, pensando que era otra de sus supersticiones, pero su expresión era tan seria que el silencio de la terraza pareció engullir los sonidos de la calle. Tauro, regido por Venus, suele anclar los recuerdos a los sentidos, y por eso aún hoy puedo oír cómo tintineaban las tazas sobre la mesa de madera.


Cuando más tarde subi sola a mi cuarto, no sabía si era el calor o la sugestión, pero sentí una corriente fría en la nuca. Miré al final del pasillo: la puerta del desván, que siempre estaba cerrada, estaba entreabierta.


No entré. Pero lo más extraño fue que, mientras me alejaba, juraría haber escuchado desde dentro un susurro con tu nombre, pronunciado exactamente con la voz de mi abuela… cuando sabía que ella seguía abajo, en la terraza.



domingo, 10 de agosto de 2025

Cristales relucientes sin químicos y sin perder la paciencia (demasiado)

No sé en qué momento los cristales de mi casa decidieron convertirse en una galería de huellas, polvo y manchas artísticas, pero ahí estaban, mirándome con descaro cada vez que pasaba. Así que hoy me armé de valor, un paño de microfibra y un arsenal digno de un alquimista natural.


Primero, confesión: odio el olor a limpiacristales industrial. Me da dolor de cabeza y me recuerda a oficinas tristes. Así que fui a por mi fórmula infalible:


Un vaso de vinagre blanco.


Un vaso de agua caliente.


Un chorrito de limón, porque la vida sin limón pierde gracia.



Mezclé todo en un pulverizador y, mientras el vinagre me recordaba a las ensaladas de mi abuela, empecé a rociar el primer cristal. Truco personal: siempre de arriba hacia abajo, porque la gravedad no perdona. Y nada de papel de cocina; eso suelta pelusas y no estamos aquí para añadir textura extra. Paño de microfibra o, si me siento rebelde, un trozo de camiseta vieja (lavada, por favor).


Entre pulverizada y pasada, me descubrí viendo cómo las manchas desaparecían como si estuviera borrando el historial de mi navegador. Y el truco final, el de los pros: pasar un segundo paño seco para dejarlo sin marcas. Mano de santo.


Por si la suciedad se ha pegado como ex de mala memoria, froto antes con una mezcla de bicarbonato y agua en pasta. Mano firme, movimientos circulares, y adiós manchas rebeldes.


Y así, entre el olor a vinagre, el brillo de los cristales y mi gato mirándome desde el otro lado pensando que me había vuelto loca, terminé. Ahora sí, la luz entra como en anuncio de detergente… solo que aquí no hay filtros, ni químicos, ni promesas falsas. Solo yo, mi vinagre, y la satisfacción de saber que mañana, con suerte, seguirán limpios.