Era un viernes de primavera, todavía con algo de viento fresco en Mallorca. Había terminado una semana larga de trabajo y mi idea era llegar a casa, ponerme ropa cómoda y organizar un poco la despensa. Entonces Clara apareció con un mensaje corto:
> “Estoy abajo, no preguntes. Ponte algo bonito, hoy lo necesitas.”
Me asomé a la ventana y ahí estaba, apoyada en su coche pequeño y rojo, agitando la mano. Sentí la típica resistencia de naturaleza taurina —“yo tenía planes, mis cosas, mi orden”—, pero al mismo tiempo sabía que cuando ella irrumpía, algo cambiaba en mi ánimo.
Esa noche acabamos viendo la puesta de sol en la playa del Trenc, compartiendo una botella de vino blanco bien frío. Clara hablaba sin parar de un viaje que quería hacer sola a Lisboa, y yo le respondí medio en broma, medio en serio:
> “Al final, me vas a arrastrar y me verás allí antes que tú.”
Ella rió y me dio un empujón cariñoso en el hombro. En ese instante sentí que, aunque éramos muy diferentes, había un equilibrio: yo le doy raíces, ella me regala alas.
Y aquí estoy hoy, organizando mi viaje, en solitario, a Lisboa. Iré antes que tú, mi querida Clara. Quizás nos crucemos en el aire.
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