El aire cálido olía a sal y a jazmín, y la luz del atardecer bañaba la terraza de casa en tonos dorados. Tenía 16 años, la edad en la que Tauro empieza a despertar su instinto de independencia, pero aún mira atrás buscando seguridad. Estaba sentada frente a mi abuela, una mujer callada, de manos ásperas y mirada de mercurio, típica de los arquetipos lunares que cargan secretos de generaciones.
Ella me hablaba en voz baja, como si el resto de la familia no debiera escuchar:
—Caterina, recuerda… nunca entres en la habitación del desván después de que el reloj marque las once.
Me rei, pensando que era otra de sus supersticiones, pero su expresión era tan seria que el silencio de la terraza pareció engullir los sonidos de la calle. Tauro, regido por Venus, suele anclar los recuerdos a los sentidos, y por eso aún hoy puedo oír cómo tintineaban las tazas sobre la mesa de madera.
Cuando más tarde subi sola a mi cuarto, no sabía si era el calor o la sugestión, pero sentí una corriente fría en la nuca. Miré al final del pasillo: la puerta del desván, que siempre estaba cerrada, estaba entreabierta.
No entré. Pero lo más extraño fue que, mientras me alejaba, juraría haber escuchado desde dentro un susurro con tu nombre, pronunciado exactamente con la voz de mi abuela… cuando sabía que ella seguía abajo, en la terraza.
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