Hay una alegría tranquila, casi íntima, que aparece cuando el aire empieza a enfriarse. Hoy, por fin, la he sentido de nuevo.
Seamos claros: el verano desgasta. Cansan el sudor constante, la sensación de estar siempre sedienta y esas noches eternas en las que una simple sábana parece una tortura. Por suerte, todo eso queda atrás.
Ahora empieza el descanso de verdad. Llega el momento de guardar la ropa pegada a la piel y volver a los jerséis suaves que abrigan hasta el ánimo. El aire ya no pesa, las tardes invitan a pasear sin prisa y el frío en la cara se siente casi como un regalo.
Me encanta cuando anochece antes y la casa se vuelve más cálida, más recogida. Y la lluvia… qué maravilla. Es la excusa perfecta para tirarse en el sofá, manta encima, taza caliente en la mano y dejar que el exterior haga lo que quiera.
El frío me resetea. Me cambia el ritmo, me calma. Que vengan las bufandas, los calcetines gordos y esas pequeñas razones para quedarse en casa o salir a disfrutar del aire fresco. La paz ha vuelto.
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