Me despierto con el corazón latiendo desordenado, la piel fría y una angustia que se enreda entre las sombras. La habitación aún guarda los ecos del sueño, como si algo, o alguien, se negara a soltarme.
No es solo una pesadilla. Es el pasado resonando en las paredes de mi mente, un laberinto de grietas que se abre sin previo aviso. No sé qué lo desencadena: tal vez el silencio, tal vez la memoria, tal vez algo que ni siquiera tiene nombre. Pero ahí está, siempre presente: la opresión en el pecho, el miedo que se arrastra, la lucha contra un guion que nunca elegí escribir.
Los sueños nos arrastran a lugares que creímos olvidados. Nos recuerdan lo que sobrevivimos, lo que aún sangra, lo que callamos incluso ante nosotras mismas. Y, sin embargo, también susurran: "Aquí sigues. Despierta. Dueña de esta noche, de este cuarto, de esta historia que aún no termina de escribirse".
No sé cuándo volverán, ni si alguna vez dejarán de llegar. Pero hoy, en esta penumbra, les hago frente con palabras, dejándolas caer sobre el papel como un conjuro, como un grito ahogado, como un "aquí estoy" que quizás, solo quizás, sea suficiente.
Por ahora.